Rosa Arranz, agricultora, ganadera, activista social y presidenta de ISMUR, publica el siguiente artículo en la revista Argumentos Socialistas titulado: ¿Y SI NOS TOCA VOLVER A APRENDER EL CAMINO DESAPRENDIDO, de tiempos sencillos, escasos, valiosos, y de los pueblos y sus gentes?.
Todo lo que necesitamos para vivir: agua, alimentos, ropa, la energía; lo produce la naturaleza, el medio rural tan de moda para algunas cosas y tan mal tratado para otras.
Empezaré diciendo que no soy especialista en nada o casi nada, pero sí curiosa y lectora de muchas cosas que me interesan. Mi tarea diaria principal es la de ser agricultora y ganadera, en un pequeño pueblo de la zona de Tierra de Pinares de Segovia, con unas cuantas tierras de cereal de secano y girasol y una pequeña granja de madres de porcino que cada día cuidamos mi marido y yo. Lo nuestro no es una gran explotación, ¡qué va! (y que palabra más fea la de explotación para definir lo que tenemos). Esta pequeña hacienda nos permite vivir dignamente, sin grandes alharacas, con muchas horas de trabajo a cuestas y con una forma de trabajar la tierra y con el ganado que no podríamos ni querríamos hacer si habláramos de otras dimensiones mayores.
Seguramente por ser como soy, con interés por saber y participar mucho en muchas cosas, por la educación recibida y que a la vez hemos intentado transmitir a nuestros tres hijos, me cuestiono el trabajo diario, nuestra forma producir y consumir, el legado que dejamos para quienes vienen detrás, si es que llegan a tiempo de tener una Tierra habitable para ellos, después del feroz y cruel saqueo a que la estamos sometiendo.
Todo lo que necesitamos para vivir: agua, alimentos, ropa, la energía; lo produce la naturaleza, el medio rural tan de moda para algunas cosas y tan mal tratado para otras.
Este año ha sido sin duda el de la emergencia climática. Hemos salido a las calles de muchas ciudades y pueblos de España y del mundo, para alertar a las autoridades que toman decisiones que nos afectan ahora y en el futuro. Para que no sean cobardes ni miopes, para que cumplan con su misión: hacer política para el bien común, no para alimentar la codicia de unos pocos poderosos que ejercen de censores y lobistas en esas decisiones políticas.
Pero cada uno de nosotros y nosotras, como ciudadanos, individuos que consumimos y decidimos, tenemos el poder de inclinar la balanza para quitar y poner gobiernos o para comprar una u otra cosa, e incluso no comprar y por lo tanto no consumir (más que lo necesario). Esta emergencia climática, para la que se nos está pasando el tiempo, como nos vienen alertando los científicos y estudiosos observadores desde hace décadas, nos concita a todos a no mirar para otro lado. Y nosotros desde nuestro sector, quienes trabajamos cada día en el campo, podemos hacer mucho ante este reto que se nos abre en muchos frentes. Uno de ellos, el alimentario, en el que incidimos para bien y para mal. Será o es fundamental para mantener unos recursos que nos han sido prestados, para proteger lo que más queremos con una alimentación de calidad y con seguridad, para tener una visión de colectividad y comunitaria en nuestro modelo de producir, de trabajar y de redistribuir una riqueza que no nos pertenece en exclusiva; para pensar en las consecuencias de nuestrosactos y nuestras decisiones que repercuten en lo cercano y en lo lejano que acontece a miles de kilómetros.
Rara vez pensamos en que una de las causas, desde hace ya muchos años, de las oleadas de migraciones y crisis de refugiados que pasan por nuestro maltrecho mundo, es a causa de las sequías que producen hambrunas, de la contaminación de algunas partes del planeta que hace inviables para el cultivo grandes extensiones de terreno.
Sin embargo, en nuestro entorno más cercano, donde parece que lo que tenemos no se va a acabar nunca, estamos inmersos en la sobreexplotación de los recursos. Y como éstos se encuentran en las zonas de España menos pobladas, no hay capacidad de alerta y réplica para estar vigilantes ante algunos despropósitos que nos cuelan cada día.
En esta España Vaciada, tan mencionada últimamente, somos pocos, y más pocas aún; dispersos, envejecidos y con muchas necesidades prioritarias que nos hacen no valorar, vigilar y cuidar lo que tenemos en nuestros campos. El desarraigo hacia lo rural y más hacia lo agrario, ha dejado al albur de malandrines especuladores muchos de estos recursos que son o serían nuestro seguro de vida sana, digna y sostenible.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que podamos comprar unos garbanzos que vienen de América más baratos que los que tenemos en muchos de nuestros pueblos? ¿Cómo es posible que estén entrando barcos y más barcos de soja para alimentar con proteína el ganado de España teniendo aquí grandes extensiones que podríamos dedicar a cultivos que cubrieran la misma necesidad sin dejar toda esa huella de contaminación en su transporte y desolación en los países donde se están destruyendo las selvas para hacer esas grandes plantaciones de soja?
¿Acaso nos paramos a pensar como consumidores, si aquello que estamos comprando barato venido de tan lejos cumple con las garantías de calidad y sanitarias que nos imponen a los productores de aquí? ¿Somos vigilantes y mostramos tanto interés como lo hacemos por las tecnologías que adquirimos, por ejemplo, como por aquello que comemos cada día? Con nuestras decisiones al hacer la compra, podemos estar degradando el planeta o cuidándolo, contaminando o no dejando huella, incitando a la explotación laboral sin garantías ni apenas derechos o haciendo que quien produce reciba unos precios dignos y justos por su trabajo y sus productos.
Hace no mucho se ha vuelto a hablar de la macrogranja de Noviercas en Soria, un pueblo de 155 habitantes. Sería la explotación lechera más grande de Europa, con 20.000 vacas, que se dice pronto. Por supuesto ha levantado polémica y mucho malestar no solo en Soria, también la mayoría de las organizaciones agrarias se han mostrado contrarias al proyecto, así como diversos colectivos. El impacto sería descomunal a todos los niveles: deforestación, movilización de recursos (agua, piensos, energía…); pero si nos fijamos en la repercusión que tendría en toda la cornisa cantábrica y casi la mitad de la España en su zona más central, implicaría la desaparición de más de 400 explotaciones familiares, al frente de las cuales ya hay familias que pueden vivir y mantenerse en los territorios produciendo calidad y en cercanía ¿Qué sería de ellas?
El reto alimentario que como productores nos debemos plantear, es si podemos hacer las cosas mejor, con más garantías sanitarias y de calidad, con más cercanía. Y el reto alimentario que como consumidores nos debemos plantear, es si también podemos hacer las cosas mejor, con mayor compromiso, sabiendo que hay que pagar precios justos que dignifiquen y hagan viables los trabajos de quienes producen, buscando y demandando más información. Y el reto alimentario que como administraciones de todos los niveles se deben plantear es si las legislaciones y controles son los justos y necesarios para ofrecen estas garantías con equidad y seguridad para todos, con transparencia y luchando contra el fraude y las malas prácticas que perjudican a todos.
Para ir acabando y siendo responsable de una Asociación de mujeres del medio rural, me gustaría ofrecer una última reflexión desde la perspectiva feminista. El trabajo en la agricultura y la ganadería en los países desarrollados en todo el mundo, lo llevan a cabo un 43% de mujeres rurales que lo hacen muchas veces con escasa protección, falta de seguridad en sus ingresos o mal remuneradas, escasa visibilidad y poca presencia en las políticas y decisiones que nos afectan en nuestro día a día en materia precios en sus productos, en seguridad alimentaria, en el acceso a tierras.
Por todo esto no quiero olvidarme de la nueva PAC prevista para este 2020. ¿Seguirá ignorando a tantas y tantas mujeres rurales europeas que siguen manteniendo vivo nuestro medio rural, lleno de posibilidades pero también de carencias? Esta perspectiva de género ha faltado en las etapas anteriores, con una visión productivista y muy masculinizada. Una PAC hecho por hombres y para hombres. Hay que ser valientes si no queremos mirar nuestro campo y nuestros pueblos sin espacio para las mujeres.
He releído hace poco La lluvia amarilla, de Julio Llamazares. Confieso que al principio tenía que dejarlo por la enorme tristeza que me producía, hasta que pensé en todas las identificaciones que encontraba de mi infancia. Volví a releer el libro porque leía Tierra de Mujeres, de María Sánchez y lo menciona en un capítulo, pero además, como lo saqué del Bibliobús que viene a mi pueblo, cerca estaba en el mismo estante Los últimos. Voces de la Laponia española, de Paco Cerdá. Me ha encantado. Y ya, pues me acordé de un pequeño libro, que un maestro de mis hijos que anduvo por aquí, les recomendaba y mencionaba. Lo he buscado entre mis libros y ahí estaba: Una vez había un pueblo, de Avelino Hernández. Todos ellos me han hecho evocar tiempos de mi infancia: trillando, acarreando, llevando a beber a los machos; comiendo lo justo y solo cuando tocaba, sin las excentricidades de ahora de comer fresas en pleno invierno; de pasar la ropa de unos hermanos a otros; de tener un lenguaje que hacía que las cosas existieran porque nombraba vecinas, oficios, aperos, momentos, fiestas, pueblos…
¿Podríamos vivir como entonces? Quienes ya lo hemos hecho, puede que sí, pero los demás creo que no. Y tal vez les toque volver a aprender ese camino desaprendido de tiempos sencillos, escasos, valiosos y de historias los pueblos y sus gentes.